Moneda que muestra la efigie de Demetrio I de Macedonia, Poliorcetes. Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
Finalizábamos el capítulo anterior dedicado a extractar el apartado Sócrates, educador, dentro del capítulo II (La herencia de Sócrates), del libro III (En busca del centro divino) de la Paideia de Jaeger, con la anécdota del filóofo Estilpón y el emperador Demetrio Poliorcetes, que finalizaba con la frase: “La paideia no se la ha llevado nadie de mi casa”.
Así lo narra Diógenes Laercio en Vidas de los filósofos, II, 115
Ἀλλὰ καὶ Δημήτριος ὁ Ἀντιγόνου καταλαβὼν τὰ Μέγαρα τήν τε οἰκίαν αὐτῷ φυλαχθῆναι καὶ πάντα τὰ ἁρπασθέντα προὐνόησεν ἀποδοθῆναι. Ὅτε καὶ βουλομένῳ παρ’ αὐτοῦ τῶν ἀπολωλότων ἀναγραφὴν λαβεῖν ἔφη μηδὲν τῶν οἰκείων ἀπολωλεκέναι· παιδείαν γὰρ μηδένα ἐξενηνοχέναι, τόν τε λόγον ἔχειν καὶ τὴν ἐπιστήμην.
Cuando Demetrio, hijo de Antígono, tomó Megara, dejó libre la casa de Stilpón y le restituyó lo que se le había quitado en el saco de la ciudad. En esa ocasión, queriendo el rey le diese por escrito cuánto le habían quitado en el pillaje, le dijo: «Yo nada he perdido, pues nadie me ha quitado mi ciencia y poseo aún toda mi elocuencia y erudición».
La traducción es de José Ortiz Sanz, en Gredos.
Y finalizamos con los extractos del capítulo y apartado indicados de la obra de Jaeger, en concreto, las páginas 451 a 457.
Esta frase es una nueva edición, ajustada al espíritu de los tiempos, del famoso dicho de uno de los siete sabios, Bías de Priene, dicho que todavía hoy circula por el mundo en su forma latina: omnia mea mecum porto. La suma y compendio de “todo lo que poseo” es para el hombre socrático la paideia: su forma interior de vida, su existencia espiritual, su cultura. En la lucha del hombre por su libertad interior en medio de un mundo en que reinaban las fuerzas elementales que la amenazaban, la paideia se convierte en un punto de resistencia invulnerable…
No en vano (Sócrates) aspira a conducir a los ciudadanos a la “virtud política” y a descubrir un nuevo camino para conocer su verdadera esencia. Aunque exteriormente viva en un periodo de disolución del estado, interiormente se halla todavía de lleno dentro de la antigua tradición griega para la que la polis era la fuente de los bienes supremos de la vida y de las normas de vida más altas, como lo atestigua de un modo verdaderamente impresionante el Critón platónico…
La educación para la virtud política que él pretende establecer presupone en primer lugar la restauración de la polis en su sentido moral interior.
Sócrates fue durante toda su vida un simple ciudadano de una democracia que confería a cualquiera el mismo derecho que a él de manifestarse sobre los problemas más altos del bien público. Por eso tenía que considerar su mandato especial como recibido de Dios y solamente de él. Sin embargo, los guardianes del estado creen descubrir, detrás del papel que este pensador levantisco se arroga, la rebelión del individuo espiritualmente superior contra lo que la mayoría considera bueno y justo y, por tanto, un peligro contra la seguridad del estado…
Sócrates se siente interiormente vinculado a Atenas. Ni una sola vez abandonó esta ciudad más que para combatir por ella como soldado. No emprende grandes viajes como Platón ni sale siquiera delante de las murallas de los suburbios, pues ni el campo ni los árboles le enseñan nada. Habla del “cuidado del alma” predicado por él a propios y extraños, pero añade: “Mis prédicas se dirigían ante todo a los más próximos a mí por el nacimiento.” Su “servicio de Dios” no se consagra a la “humanidad”, sino a su polis. Por eso no escribe, sino que se limita a hablar con los hombres presentes de carne y hueso. Por eso no profesa tesis abstractas, sino que se pone de acuerdo con sus conciudadanos acerca de algo común, premisa de toda conversación de esta naturaleza y que tiene su raíz en el origen y la patria comunes, en el pasado y la historia, en la ley y la constitución política comunes: la democracia ateniense…
Sócrates es uno de los últimos ciudadanos en el sentido de la antigua polis griega. Y es al mismo tiempo la encarnación y la suprema exaltación de la nueva forma de la individualidad moral y espiritual. Ambas cosas se unían en él sin medias tintas. Su primera personalidad apunta a un gran pasado, la segunda al porvenir. Es, en realidad, un fenómeno único y peculiar en la historia del espíritu griego. De la suma y la dualidad de aspiraciones de estos dos elementos integrantes de su ser brota su idea ético-política de la educación. Es esto lo que le da su profunda tensión interior, el realismo de su punto de partida y el idealismo de su meta final. Por primera vez aparece en el Occidente el problema del “estado y la iglesia”, que había de arrastrarse a lo largo de los sigloes posteriores. Pues este problema no es en modo alguno, como se demuestra en Sócrates, un problema específicamente cristiano. No se halla vinculado a una organización eclesiástica ni a una fe revelada, sino que se presenta también, en su fase correspondiente, en el desarrollo del “hombre natural” y de su “cultura”. Aquí no aparece como el conflicto entre dos formas de comunidad conscientes de su poder, sino como la tensión entre la conciencia de la personalidad humana individual de pertenecer a una comunidad terrenal y su conciencia de hallarse interior y directamente unida a Dios. Este Dios a cuyo servicio realiza Sócrates su obra de educador es un dios distinto de “los dioses en que cree la polis”. Si la acusación contra Sócrates versaba verdaderamente sobre este punto, daba realmente en el blanco…
Pero el conocimiento de la esencia y del poder del bien, que se apodera de su interior como una fuerza arrolladora, se convierte para él en un nuevo camino para encontrar a Dios. Es cierto que Sócrates no es capaz, por su modo espiritual de ser, de “reconocer ningún dogma”. Un hombre que vive y muere como vivió y murió él tiene sus raíces en Dios. El discurso en que dice que se debe obedecer a Dios más que al hombre encierra, indudablemente, una nueva religión, lo mismo que su fe en el valor, descollante por encima de todo, del alma…
De la raíz de esta confianza en Dios brota en Sócrates una nueva forma de espíritu heroico que imprime su sello desde el primer momento a la idea griega de la ἀρετή.
Hasta aquí los extractos de la Paideia de Werner Jaeger, quien empieza el capítulo II (La herencia de Sócrates), dentro del Libro III (En busca del centro divino).
Sócrates es una de esas figuras imperecederas de la historia que se han convertido en símbolos. Del hombre de carne y hueso y del ciudadano ateniense nacido en el año 469 a. c. y condenado a muerte y ejecutado en el año 399 han quedado grabados pocos rasgos en la historia de la humanidad, al ser elevado por ésta al rango de uno de sus pocos “representantes”. A formar esta imagen no contribuyó tanto su vida ni su doctrina, en la medida en que realmente profesaba alguna, como la muerte sufrida por él en virtud de sus convicciones. La posteridad cristiana le discernió la corona de mártir precristiano y el gran humanista de la época de la Reforma, Erasmo de Rotterdam, le incluía audazmente entre sus santos y le rezaba: Sancte Socrates, ora pro nobis.
Quizá tengamos que unirnos a la fórmula de Erasmo para comprender la importancia de la vida, la palabra y la muerte de Sócrates.
