Estamos reapasando el mito de Hero y Leandro, a propósito de la audición el pasado 10 de octubre de 2015 de Ero e Leandro (Poema sinfónico, 1884 del compositor italiano Alfredo Catalani.
Como es habitual en este lugar, estamos dando un repaso a las fuentes clásicas sobre el mito y empezamos en el artículo anterior a ofrecer la traducción española de Heroidas XVIII de Ovidio, Carta de Leandro a Hero. Seguimos pues con ella.
Cualquier cosa que ocurra la soportaré. Que pueda tan solo levantar por los aires este cuerpo que a menudo estuvo suspendido en el agua dudosa. Entretanto, mientras los vientos y el mar me niegan todo, doy vueltas en mi mente a los primeros momentos de mi amor furtivo. La noche estaba comenzando (en verdad es un placer recordarlo) cuando yo, enamorado, salía de las puertas de mi casa paterna. E inmediatamente, despojándome de la ropa al mismo tiempo que del temor, arrojaba mis flexibles brazos al agua del mar.
(…)
La ola reverberaba con la imagen de la luna al reflejarse y había un resplandor propio del día en medio de la callada noche. Ninguna voz por ninguna parte, ningún murmullo llegaba a mis oídos, si no era el del agua removida por mi cuerpo. (…) Y ya, fatigados mis brazos bajo uno y otro hombro, me elevo, alzándome con fuerza hacia la superficie de las aguas. Tan pronto como vi desde lejos la luz, dije: “En ella está mi fuego, aquellas playas tienen mi luz”. Y súbitamente las fuerzas regresaron a mis cansados brazos, y las olas me parecieron menos fatigosas de lo que habían sido. Para que no pueda yo sentir el frío de las heladas profundidades me asiste el amor que arde en mi corazón apasionado.
Cuanto más me acerco y más cercanas se me hacen las playas, y cuanto menos me falta por llegar, más placer encuentro en la travesía. Pero cuando ya incluso puedo ser visto por ti, entonces inmediatamente renuevas mi coraje al ser mi espectadora y consigues que tenga fuerzas. Ahora también me esfuerzo por agradar a mi amada nadando y lanzo mis brazos para que tus ojos los vean. A tu nodriza le cuesta trabajo impedirte que te lances al mar; pues eso también lo vi y en ello no me engañabas. Pero no consiguió, sin embargo, aunque te retenía al marchar, que tu pie no se humedeciera con las olas más avanzadas.
Me recibes con tu abrazo y compartes conmigo unos besos gozosos, besos, oh dioses soberanos, dignos de ser buscados a través del mar; y de tus hombros te quitas y me das tu manto y secas mi cabellera húmeda del agua del mar. Lo demás, la noche y nosotros y la torre cómplice lo sabemos, así como el candil que me enseña el camino a través del estrecho. Los placeres de aquella noche son tan difíciles de contar como las algas del mar del Helesponto. Cuanto menor era el tiempo que se nos daba para nuestros encuentros, tanto más nos cuidábamos de aprovecharlo.
Y ya, cuando el alba se disponía a poner en fuga a la noche, había salido el Lucífero, precursor de la Aurora. Multiplicábamos besos apresurados y arrebatados sin orden y nos lamentábamos de que fuera corta la duración de la noche. Y así vacilando al oír la llamada de la nodriza, abandono la torre y me dirijo a la fría playa. Nos separamos llorando y regreso otra vez al mar, volviendo la vista a mi amada, mientras podía, una y otra vez. Si algún crédito se merece la verdad, al marchar hacia allí me parece que soy un nadador, pero al volver me tengo a mí mismo por un náufrago. Esto también te digo, por si lo crees: el camino que me lleva a ti me parece cuesta abajo, mas el que me trae de ti me parece una empinada cuesta de agua inmóvil. Vuelvo a mi patria contra mi voluntad. ¿Quién podrá creerlo? Y contra mi voluntad, por supuesto, me quedo ahora en mi ciudad. ¡Ay de mí! ¿Por qué, unidos en el espíritu, nos separan las olas?, ¿y por qué, si tenemos un único pensamiento, no nos tiene una única tierra? O bien a mí me acoja tu Sesto, o bien a ti te acoja mi Abido; tu tierra me gusta tanto como la mía. ¿Por qué me alboroto yo cada vez que se alborota el mar? ¿Por qué el viento, un motivo ligero, puede serme un obstáculo?
Frixo y Hele en una ilustración de un libro de 1902 en la que se reproduce un fresco de Pompeya datado entre el 45 y el 79 d. C.
Ya los curvados delfines conocen nuestros amores y pienso que no les soy desconocido a los peces. Ya se abre ante mí el frecuentado sendero de las acostumbradas aguas, no de otro modo que el camino trillado por las muchas ruedas. Antes me quejaba de que no tuviera camino si no era de este modo, pero ahora me quejo de que también este me falte por causa de los vientos. Las aguas de la hija de Atamante blanquean con desmesuradas olas y apenas en su puerto permanece a salvo la barca. Este mar, cuando por primera vez fue llamado así por haberse ahogado la doncella, seguramente estaba como ahora. Y ya bastante infame es este lugar por haber perecido aquí Hele, para que a mí me perdone; en su nombre lleva escrito el crimen. (…)
A menudo mis brazos languidecen por el continuo movimiento y apenas puedo arrastrarlos en su fatiga a través de las aguas inconmensurables. Pero cuando les he dicho: “pronto os daré el cuello de mi amada para que lo abracéis, recompensa no fútil de vuestro esfuerzo”, enseguida se fortalecen y se esfuerzan por conseguir su recompensa, como un rápido corcel en Elea al que se le da suelta desde la línea de salida. Yo mismo, pues, miro por mis amores, en los que me abraso, y es a ti, joven más digna del cielo, a quien voy siguiendo. Digna del cielo, sí, pero ¡quédate todavía en la tierra o dime también a mí por dónde es el camino que lleva a los celestiales! Aquí estás, y muy poco es el tiempo que pasas al lado de tu mísero amante; y junto con mi espíritu, comienzan a removerse los mares. ¿De qué me sirve que no me separe de ti un extenso mar? ¿Acaso es menos obstáculo para nosotros esta estrecha franja de agua? Dudo si preferiría, apartado y lejos de todo el mundo, tener, con mi amada, lejos también mi esperanza.
Litografía de Hero y Leandro en El Mundo Ilustrado
